Pedro nació el 5 de junio a las 17:04 hs por parto normal.
Las medidas: 4,390 kgs y 56 cm de largo.
Se hizo rogar hasta la semana 41+0. Yo creo que estaba muy cómodo y no quería salir. O en el fondo sabía que iba a estar un poco complicado sacar su cabezota hacia el mundo.
Hasta una semana antes de la fecha de parto nos dijeron que pesaba 3,2 kgs o a lo sumo 3,5 kgs. Me sonaba un poco raro, porque un mes antes ya pesaba 3 kgs.
Corría el miércoles por la mañana (40 semanas + 6) y NADA de contracciones, pero nada, ni una. Acá no dejan pasar de la semana 41, así que yo ya me veía yendo a que induzcan el parto. Sin embargo, tenía un as bajo la manga: me había reomendado que tome un "Wehencocktail", un menjunje de cosas no muy sabrosas que estimulan el vientre, y en un par de horas las contracciones empiezan mágicamente. Creer o reventar, lo tomé a las 9 pm, y a las 12 de la noche empecé con contracciones cada 5 minutos.
A las 2 horas fuimos a la clínica y ya nos quedamos. Pasaban las horas y las contracciones, que dicho sea de paso, me venía aguantando bastante bien. Pasado el mediodía y con cada vez más dolores y 8 de dilatación, pedí que me dieran lo que sea para aliviar los dolores.
Tipo 2 de la tarde, las parteras que estaban conmigo me dijeron que ya veían la cabeza y que probablemente fuera rubio. Así que empezó el momento de pujar.
Y pujar,
y pujar
y pujar.
La cabeza de Pedro bajaba, y volvía a subir a exactamente el mismo lugar. Todo el esfuerzo era en vano. Hasta que llamaron a otra experta partera para que se apoyara sobre mi panza e hiciera presión en cada contracción para que la cabeza no subiera, si no que se quedara ahí.
Ya cuando quería tirar la toalla, y totalmente exhausta, aparecieron 2 médicos con cara de preocupados.
Me explicaron que iban a tener que poner una ventosa en la cabeza de Pedro para ayudarlo a salir.
Después de unos 20 minutos más pujando, con una partera sosteniendo cada pierna, y otra sobre mi panza, salió Pedrito. Y lo pusieron sobre mi pecho. Indescriptible sensación. Así nos quedamos un rato los 3, hasta que se lo llevaron a pesar y medir.
Pedrito es un decir, porque cuando me dijeron el peso pegué el grito: QUEEEEEÉ?
Creo que si hubiera sabido que era tan grande, no hubiera hecho todo el esfuerzo para que salga.
Qué les puedo decir ahora? Pedro nos cambió la vida. Ni puedo imaginarme cómo vivíamos sin él.
Para explicarlo mejor, les comparto esto que me compartió una amiga, que tal vez refleje mejor lo que quiero decir:
A veces es muy duro convertirse en madre.
Sí: vale la pena.
Sí: es la experiencia más poderosa que puede llegar a vivir una mujer.
Sí: nada te marca tanto como el momento en que sostienes por fin en brazos al hijo que acaba de salir de ti, deliciosamente sucio, húmedo, caliente, y te mira a los ojos como diciendo: te conozco.
Pero es duro. Y no sólo se trata de la falta de sueño, de las secuelas del parto, de los cuidados que demanda un recién nacido (¡tan pequeñito y tan exigente!), ni siquiera del cóctel de hormonas que te deja turuleta hasta varias semanas después. Tampoco la falta de experiencia y la incertidumbre acerca de si lo estás haciendo bien o no, ni las propias dudas y comentarios de familiares bienintencionados pero que no hacen sino disparar tu propia inseguridad, tu miedo. Es bastante más que eso. Es la ruptura total y repentina con tu propia identidad, con aquello que hasta el momento de parir te había definido: tus proyectos, tus ambiciones, tu trabajo, tus amigos, tu cuerpo, y todo aquello que llamabas tuyo. Tu tiempo. Tu vida. Es mirarte al espejo mientras tu criaturita está prendada a tu pecho, y no reconocerte.
¿En qué momento te convertiste en esta mujer ojerosa que no tiene un minuto ni para darse una ducha? ¿Quién es ella? ¿Quién eres ahora?
Sigues siendo tú, sólo que una versión más grande de ti misma. Pero al principio no lo sabes. Al principio no te encuentras. No hay nada que logre vincular esta nueva vida tuya de cambios de pañal, tetadas a deshoras y canciones de cuna, con aquella otra vida que parece tan remota, aquella en la que ibas y venías a tu antojo, disponías de tu tiempo y te pertenecías. Porque, claro, todo tu ser es ahora para otro. Y ese otro se está alimentando de ti, no sólo de tu leche, sino también de tus caricias, de tus canciones, de tus palabras, de tu calor.
Y el tiempo pasa, desde luego que pasa. Llegará el momento en el que, sin darte cuenta casi, las tomas se acorten y las horas de sueño nocturno se alarguen. Tu bebé aprenderá a sostener la cabeza, luego a darse la vuelta, luego a gatear. El día menos pensado te regalará una sonrisa y pensarás que todo el esfuerzo ha sido poco. Un día te dirá mamá. Lo verás correr en el parque, subirse solo al tobogán, jugar con otros niños, garabatear las primeras letras que te mostrará orgulloso. Y por nada del mundo querrás cambiarte por esa otra que eras, y que tan poco sabía acerca del amor..
Autora: Vivian Watson Molina